Dicen que, lo mejor de las peleas, son las reconciliaciones;
corriendo no es la excepción. No hay nada mejor que un buen entrenamiento, para
volver a reconciliarse con el deporte.
Todo empezó hace unos días, después de la excelente
sensación que me había dejado el circuito de Cachi adentro, seguí con un doble
turno regenerativo y trabajos técnicos. Al siguiente día, diez pasadas de 800,
me hicieron sentir muy bien en la pista, cada vez más cómodo a 2.300 msnm y con
ganas de buscar más. Incluso tuve otro día de doble salida tranquila,
compartiendo con el Colo Mastromarino y Matías Schiel, fuimos ondulando por el
camino a Payogasta. Todo venía tranquilo, quizás demasiado.
La pista de aviones, el año pasado junto a Ezequiel Morales |
Había empezado como una noche más, ya temprano me encontraba
en Del Sol para navegar un poco en la red y degustar, en soledad, la exquisita
ensalada de la casa. Nada parecía anticipar lo que me encontraría. Como tantas
veces llegó el Quitu para acompañar su voz con la guitarra, fueron un par de
temas para entrar en calor, y luego esperar que llegara algo más de gente al
local. Pero la noche estaba tranquila y yo era el único que ocupaba una mesa
adentro. Todo el movimiento se resumía a alguna moza que salía, cada tanto, a
atender las mesas de la calle. Hasta que entró un chico del lugar, de unos
veinte años, y le pidió permiso al Quitu para usar la guitarra. Con una mezcla
de timidez y pasión, empezó a soltar algunas canciones norteñas al aire. Como
traídos por los acordes, aparecieron dos chicas y otro chico de la misma edad,
vestidos con ropas folklóricas de la región. Al siguiente tema, ya los tres
bailarines se mezclaban con la guitarra y la voz. Arrinconado en mi mesa me fui
olvidando, primero de la notebook, luego del celular, de la cena y por último
de la mesa misma. Fui atraído, como encantado, por la pasión que emanaban al
expresar su arte. Las miradas al bailar, la sonrisa con lo que la hacían, la
pasión en la voz acompañada por la guitarra, de golpe me encontraba como único
espectador de un expresión totalmente espontanea y natural, por el simple hecho
de disfrutar lo que llevaban en la sangre.
Intenté sacar algunas fotos, filmar algo, como para
registrar, sino el momento, alguna imagen que me recordara la emoción. Pero no
pude hacer mucho, cualquier distracción me molestaba, y sólo quería contemplar
la oportunidad que se me regalaba. Fueron muchos temas, perdí la cuenta, pero
no olvidaré nunca, la profunda sensación de encontrar una expresión artística
tan pura y espontanea, realizada con intensa pasión. Luego la noche siguió, más
gente llegó, se sumaron a mi mesa amigos del lugar y el tiempo retomo su andar
normal. Pero la ventana que, por un tiempo, se había abierto a lo cotidiano, me
había dejado marcado para siempre.
La noche terminó, y el día la desplazó del cielo, la mañana
se me pasó recuperando el sueño de la noche anterior y, ya sobre el mediodía,
aterricé en la pista de aviones para carretear durante 70 minutos y, de paso,
medirme con mi pasado. A priori era un entrenamiento fácil, sólo había que
llevar el corazón a ciertos latidos por poco más de una hora, sin tiempos para
cumplir, sin ritmos que mantener. Pero la realidad demostraría lo contrario.
A los pocos metros noté que el avión no estaba en condiciones,
supuse que quizás había que entrar un poco más en calor los motores, que, con
algo más de rodaje, se podría llegar a tomar un poco de vuelo. Pero los
kilómetros pasaban, y yo seguía pegado al piso, costaba levantar las
pulsaciones, pero también, el ritmo de corrida. Si empujaba mucho, sentía que
entraba en una zona en la cual, no podría estar por mucho tiempo, si aflojaba
un poco, me caía en pulso. El cuerpo iba duro y, ni la subida, ni la bajada lo
aflojaba. Ya por el ecuador del entrenamiento me fui resignando a que no era el
día, y sólo busqué mantener la actitud, clavar la vista en el horizonte y
correr atrás de ese punto al que nunca se llega. De una forma u otra, los
setenta minutos llegaron a su fin, y al menos la alegría de completar otro
entrenamiento más, me acompañó para no estar solo, con la amargura de no llegar
a donde quería.
Ya frente a la notebook, revisando el año anterior, el
impacto fue mayor, lo que hace doce meses había hecho a 3’53”/km, ahora daba un
triste 4’04”/km. Mismas pulsaciones, casi 5.000 km de entrenamiento más encima,
11 segundo por kilómetro más lento, algo no cerraba. Buscando motivos con mi
entrenador, Morales le apuntó al peso. ¿En cuánto estábamos? Es verdad, el
descenso de peso había sido parte del éxito, en el cierre del 2014, pero ahora,
quizás, habíamos perdido un poco el equilibrio. Le preguntamos a la balanza y
nos contó que, no había diferencia, entre el que fui a los 16 años y ahora, 62
kg, quizás era poco volumen para llevar combustible. Otra vez, había una sola
forma de saberlo (aunque ahora era más sabrosa), sería cuestión de comer más y
ver qué pasaba.
Otra vez, un día de
por medio para recuperar energías, pasó con un doble turno tranquilo,
multisaltos y algunas rectas. Ahora sí, al día siguiente, vuelta a la pista. La
mejor forma de ver, si lo que faltaba eran hidratos de carbono en el cuerpo,
era en el ovalo. Siete pasadas de mil doscientos metros, no eran a un gran
ritmo, pero el pasado pesaba y estaba ansioso de ver como lo resolvía. A correr
y sacarse las dudas. Desde la primera me di cuenta que iba bien, que el ritmo
iba a salir seguro hasta el final. Ahora quedaba saber la otra parte, a que
costo sería. Fui controlando las pulsaciones en cada pausa, y fue una grata
sorpresa, ver como descendían rápidamente antes de volver a largar. Así hasta
el final, corriendo siempre controlado, dominando el entrenamiento. Terminé
feliz, volví a ser yo, me había reconciliado con el atletismo.
"...el hermoso pueblo que siempre fue." |
¿Querés saber como empezó esta historia?Enterate acá:
La primera parte de mi estadía en Cachi
¿Querés saber como termina? Enterate acá:
La tercera y última parte de mi estadía en Cachi
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